El olor dulce de la caña que percibí al bajarme del avión presagió que mis próximos días en mi tierra natal serian solo advertencias de una vida pasada que siempre permaneció en mis recuerdos. No me equivoqué, luego de arribar a mi ciudad de infancia volví a saborear y devorar pandebonos, marranitas y empanadas con avena helada, ahí supe plenamente que estaba en Cali, después de cuarenta años acudí el reencuentro con la ciudad que me vio nacer y crecer.
Estuve alli asistiendo a otro reencuentro: la celebración de los cuarenta años del curso con mis compañeros de Colegio Los Cedros del Líbano en un evento inolvidable para mí.
Con el paladar y el estómago complacido, me introdujeron en una ciudad desconocida para mí. Nuevas edificaciones, megacentros comerciales, y barrios totalmente transformados por la aparición de restaurantes y almacenes en reemplazo de las antiguas casas, me hicieron ver que tenía ante mis ojos otra ciudad convertida en una metrópoli, que quizás, al descubrirla, vería una urbe más deshumanizada y desorientada.
No tardé mucho en darme cuenta cuando recorrí las calles y observé como el tráfico vehicular es absolutamente caótico. Buses, taxis y autos particulares compiten por un pedazo de asfalto con las innumerables motos en una carrera sin fin.
-No me atrevería a manejar en esta ciudad-, le expresé a mi compañera y amable contertulia cuando me traslado al hotel donde me alojé.
Es un hotel muy cómodo en el tradicional barrio Granada, cerca de la tradicional avenida sexta.
Luego de un merecido descanso y un buen baño, nos dijimos al barrio alameda donde un barullo de jóvenes inunda las calles de este antiguo barrio, para ofrecer las comidas del pacifico en unos restaurantes con un menú exquisito y por nada costoso. Pero lo que más me atrajo a mi memoria comiendo un pescado delicioso, fue saber que no se ha perdido la alegría del caleño típico, su amabilidad y su sonrisa plena.
Al otro día de mi llegada y contrariando las alertas de advertencia de otros colombianos en el exterior, sin temor salí a recorrer el barrio granada y la avenida sexta. Más que la inseguridad anunciada en los medios locales, me dio mucha nostalgia como las casas del barrio Granada, uno de los más tradicionales las habían reemplazado por edificios y lugares de comida, restaurantes, esparcidos por esa área convertida en zona comercial, “insegura por las noches”, según me contaron algunos transeúntes del lugar.
Sin lugar a duda la gastronomía caleña fue mi gran deleite. Empanaditas en el Obelisco, el ponche con pandebonos en la pastelería La Fina de la sexta y la chuleta de cerdo en el bochinche se ocuparon de saciar los antojos reprimidos.
Pero lo que más me impacto fue el acelerado progreso de una ciudad que no puede parar en su expansión. Lugares como Ciudad Jardín, Calima, Meléndez, entre otros, han crecido vertiginosamente. Miles y miles de edificios ocupan ahora esos terrenos que en mi época eran zonas campestres.
Ni que decir de los modernos centros comerciales. Unicentro, Chipichape, Centenario, La Estación y otros, han respondido al enorme potencial económico de la región. No tienen que envidiarle, aunque esta parezca frase de cajón, a los mejores centros comerciales en otros países.
Como un “extranjero” salí a preguntar desprevenidamente el porqué de tanto desorden y caos en las vías de la ciudad, tanta inseguridad en las calles. La respuesta fue tajante y clara: la migración ha sido constante durante varios años, ello ha contribuido a que habitantes de otras regiones se asienten en Cali y aumenten las necesidades urgentes en salubridad, empleo, vivienda y educación que Cali no se las puede brindar.
Mis entrevistados coincidieron que las difíciles condiciones de vida en sus tierras de origen y violencia generada en los campos han aumentado los desplazamientos hacia esta capital; por lo tanto Cali ahora está rodeada de cordones de miseria que rodean la ciudad.
Pero con ese sombrío panorama expuesto me gocé Cali y sus alrededores. Por la celebración con mis compañeros transité por algunos pueblos del Valle. Candelaria y su cotidiano olor a caña por sus haciendas e ingenios; Ginebra y su famoso y bien acreditado Sancocho de Gallina cocinado en leña y Buga, la fantástica ciudad del Señor de los Milagros, me hicieron olvidar los pesimistas y negativos diagnósticos de mis improvisados entrevistados, que aquí entre nos, no eran raizales caleños.
Es paradójico contar que les hice las mismas preguntas a mis compañeros, caleños de pura cepa, ellos con ese dolor de patria chica solo atinaron a decir: Cali es la mejor ciudad del mundo, que a pesar de sus problemas de tráfico, poco empleo y alguna inseguridad, es como la esposa para toda la vida, el amor que nunca se termina, la tierra que en nada se olvida.
Luego de cinco días de gran ajetreo turístico me devolví a los Estados Unidos con ese sabor de caña y salsa que me quedaron impregnados y que me recuerdan todos los días que debo volver. Me faltaron muchos sitios a donde ir, asi que, Viejotecas, Lago Calima, Jamundí con sus panderitos, espérenme que allá estaré la próxima vez.
El olor dulce de la caña que percibí al bajarme del avión presagió que mis próximos días en mi tierra natal serian solo advertencias de una vida pasada que siempre permaneció en mis recuerdos. No me equivoqué, luego de arribar a mi ciudad de infancia volví a saborear y devorar pandebonos, marranitas y empanadas con avena helada, ahí supe plenamente que estaba en Cali, después de cuarenta años acudí el reencuentro con la ciudad que me vio nacer y crecer.
Estuve alli asistiendo a otro reencuentro: la celebración de los cuarenta años del curso con mis compañeros de Colegio Los Cedros del Líbano en un evento inolvidable para mí.
Con el paladar y el estómago complacido, me introdujeron en una ciudad desconocida para mí. Nuevas edificaciones, megacentros comerciales, y barrios totalmente transformados por la aparición de restaurantes y almacenes en reemplazo de las antiguas casas, me hicieron ver que tenía ante mis ojos otra ciudad convertida en una metrópoli, que quizás, al descubrirla, vería una urbe más deshumanizada y desorientada.
No tardé mucho en darme cuenta cuando recorrí las calles y observé como el tráfico vehicular es absolutamente caótico. Buses, taxis y autos particulares compiten por un pedazo de asfalto con las innumerables motos en una carrera sin fin.
-No me atrevería a manejar en esta ciudad-, le expresé a mi compañera y amable contertulia cuando me traslado al hotel donde me alojé.
Es un hotel muy cómodo en el tradicional barrio Granada, cerca de la tradicional avenida sexta.
Luego de un merecido descanso y un buen baño, nos dijimos al barrio alameda donde un barullo de jóvenes inunda las calles de este antiguo barrio, para ofrecer las comidas del pacifico en unos restaurantes con un menú exquisito y por nada costoso. Pero lo que más me atrajo a mi memoria comiendo un pescado delicioso, fue saber que no se ha perdido la alegría del caleño típico, su amabilidad y su sonrisa plena.
Al otro día de mi llegada y contrariando las alertas de advertencia de otros colombianos en el exterior, sin temor salí a recorrer el barrio granada y la avenida sexta. Más que la inseguridad anunciada en los medios locales, me dio mucha nostalgia como las casas del barrio Granada, uno de los más tradicionales las habían reemplazado por edificios y lugares de comida, restaurantes, esparcidos por esa área convertida en zona comercial, “insegura por las noches”, según me contaron algunos transeúntes del lugar.
Sin lugar a duda la gastronomía caleña fue mi gran deleite. Empanaditas en el Obelisco, el ponche con pandebonos en la pastelería La Fina de la sexta y la chuleta de cerdo en el bochinche se ocuparon de saciar los antojos reprimidos.
Pero lo que más me impacto fue el acelerado progreso de una ciudad que no puede parar en su expansión. Lugares como Ciudad Jardín, Calima, Meléndez, entre otros, han crecido vertiginosamente. Miles y miles de edificios ocupan ahora esos terrenos que en mi época eran zonas campestres.
Ni que decir de los modernos centros comerciales. Unicentro, Chipichape, Centenario, La Estación y otros, han respondido al enorme potencial económico de la región. No tienen que envidiarle, aunque esta parezca frase de cajón, a los mejores centros comerciales en otros países.
Como un “extranjero” salí a preguntar desprevenidamente el porqué de tanto desorden y caos en las vías de la ciudad, tanta inseguridad en las calles. La respuesta fue tajante y clara: la migración ha sido constante durante varios años, ello ha contribuido a que habitantes de otras regiones se asienten en Cali y aumenten las necesidades urgentes en salubridad, empleo, vivienda y educación que Cali no se las puede brindar.
Mis entrevistados coincidieron que las difíciles condiciones de vida en sus tierras de origen y violencia generada en los campos han aumentado los desplazamientos hacia esta capital; por lo tanto Cali ahora está rodeada de cordones de miseria que rodean la ciudad.
Pero con ese sombrío panorama expuesto me gocé Cali y sus alrededores. Por la celebración con mis compañeros transité por algunos pueblos del Valle. Candelaria y su cotidiano olor a caña por sus haciendas e ingenios; Ginebra y su famoso y bien acreditado Sancocho de Gallina cocinado en leña y Buga, la fantástica ciudad del Señor de los Milagros, me hicieron olvidar los pesimistas y negativos diagnósticos de mis improvisados entrevistados, que aquí entre nos, no eran raizales caleños.
Es paradójico contar que les hice las mismas preguntas a mis compañeros, caleños de pura cepa, ellos con ese dolor de patria chica solo atinaron a decir: Cali es la mejor ciudad del mundo, que a pesar de sus problemas de tráfico, poco empleo y alguna inseguridad, es como la esposa para toda la vida, el amor que nunca se termina, la tierra que en nada se olvida.
Luego de cinco días de gran ajetreo turístico me devolví a los Estados Unidos con ese sabor de caña y salsa que me quedaron impregnados y que me recuerdan todos los días que debo volver. Me faltaron muchos sitios a donde ir, asi que, Viejotecas, Lago Calima, Jamundí con sus panderitos, espérenme que allá estaré la próxima vez.